A los 15 años, poco antes de
empezar a estudiar quinto grado de secundaria, tuve la maravillosa experiencia
de recibir clases de matemática de un hombre increíble. Yo no lo busqué sino que
él me buscó: me dijo que su esposa le había comentado y que por eso él nos
enseñaría todas las semanas. Entonces aprendí domingo a domingo mis primeras lecciones
de matemática avanzada. El álgebra superior, aquella genialidad persa,
discurría demasiado fácil cuando la tiza en su mano marcaba la pizarra de
blanco y colores. Sus clases de trigonometría traían ante mis ojos las formas
más bonitas de la naturaleza en formas comprensibles. Era el mundo abstracto pleno
de magia y fantasía hecho realidad.
Aquellos «ejercicios propuestos»,
los que solo tienen respuesta pero no procedimiento de solución, colocados al final
de cada capítulo del libro texto de quinto de secundaria sucumbían uno tras
otro en pocos instantes. Cuando en el colegio ya estaban por terminar el primer
bimestre de clases todos los ejercicios del libro completo estaban resueltos.
En la universidad dejé de ver a
mi profesor de matemática. No recuerdo de alguna vez que nos hayamos cruzado en
los pasillos sino fuera de la universidad hasta varios años después cuando ya
me había graduado. Un día entró a mi oficina en la universidad donde trabajaba
preguntando dónde quedaba la biblioteca, salió tan rápido, más rápido de lo
veloz que andaba, y no me dio tiempo a saludarlo como tuve la intención
frustrada.
Entonces recordé que en la
primera clase de mi primer curso de matemática en la universidad, el profesor
escribió seis ejercicios de Álgebra Superior, de Hall & Knight, y sacó seis
estudiantes a la pizarra. El profesor me quedó mirando y me preguntó cómo lo
has resuelto, hice un cambio de variable, le respondí, quién te ha enseñado eso,
me volvió a preguntar, y mencioné el nombre de mi querido profesor, dónde, me
volvió a preguntar, en la academia, mentí, en la academia no me había enseñado
sino en clases particulares en su casa, pero con el polo raído que llevaba
puesto pensé que decir clases particulares parecería una respuesta cómica.
Con el paso del tiempo me enteré
varias cosas tristes. Una, que sus hijos no sostenían contacto frecuente con
él, otra, que su esposa lo había dejado porque nunca lo quiso, y la peor, que
estaba preso en la cárcel sentenciado por un delito del cual no tuvo cómo
defenderse porque adjetivos más adjetivos menos, parece que la acusación era
verdad.
Si has pensando que la
universidad produce personas felices, no es así. La matemática es una ciencia
exacta, dura, y todos los conocimientos de ciencias y humanidades que da la
universidad son duros.
¿Para qué sirve la matemática? No sé, supongo para contar,
sumar y seguramente muchas operaciones complejas, pero no sirve para hacer
felices a las personas.
Ningún curso de economía y
derecho, ingeniería y medicina, ni cualesquiera otras profesionales hacen
felices a las personas; es más, ni siquiera nos hace mejores personas. En
ningún curso de colegio o universidad se nos enseña a negociar nuestros
contrato de trabajo ni a comunicarnos apropiadamente, a trabajar en equipo ni a
liderar relaciones de poder, mucho menos a conocernos a nosotros mismos… no se
nos enseña ni siquiera a respirar.
Hemos dedicado la vida toda a
aprender las habilidades duras de cada especialidad y profesión, los detalles y
especificidades de cada disciplina pero nadie nos ha enseñado las habilidades
blandas comunes a todas las carreras. Tenemos urgencia de aprender a liderar,
negociar, comunicarnos, brindar coaching, trabajar en equipo, tomar decisiones,
motivar. Tenemos urgencia de aprender las disciplinas blandas de las cuales la
matemática no es una.
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